jueves, 15 de octubre de 2009

La reparación al Corazón de Jesús. María Josefina Llach, aci. (V parte, extraído de la revista Umbrales)

ADORAR Y REPARAR

La reparación brota de Dios y también en Él culmina. Nuestro camino está sembrado de continuas idas y venidas, de Dios al hombre y del hombre a Dios. En realidad nuestra vocación es la de "en todo amar y servir" a Dios nuestro Señor (San Ignacio de Loyola, EE 233). Pero es lógico que dejemos espacios en los que expresamos que Él es la fuente, Él es el primero, y lo es para nuestro bien. Estas actividades más teologales son contenido nuclear de nuestro camino reparador.
Adorar es reconocer la dignidad de Dios. De hecho, es una manera concreta de vivir nuestra identidad de criaturas suyas y de hijos. El primer pecado fue un acto contrario a la adoración. Un acto que consistió en "querer ser como dioses", es decir, en soberbia. Adorar es ubicarnos en lo que somos, en la verdad interior de nuestro ser, y expresárselo al Señor.
Adoramos a Dios, entonces, porque ésa es la verdad, y porque es bueno vivir en verdad. A Él le debemos este reconocimiento de la vida, del ser, del mundo. No adorar resulta falso, es una mentira que nos decimos.
Adoramos también a Dios porque su dignidad de Dios nos es benéfica. Vivimos de la dignidad de Dios, de la gloria de Dios. Por eso le agradecemos su gloria. No podríamos vivir sin Dios y sin su Gloria. Es de gente de mente estrecha y de corazón diminuto sentir que tenemos que entrar en competencia con Dios, o que su Gloria nos disminuye. Es todo lo contrario. Gracias a que Dios es Dios, nosotros somos personas. No es poco. Es propio de la cultura de la modernidad, en la que aún participamos, sentir que la Gloria de Dios nos agrede, y que para ser hombres nos conviene negarlo o no tenerlo en cuenta o pelearnos con Él o hacernos fuertes contra Él. Seguramente, además del pecado original, esto tiene causas históricas y probablemente también desaciertos de la Iglesia, que somos nosotros, en su evangelización. Pero más profundamente aún, esta cultura nuestra, como dicen los estudiosos, es una cultura peleada con el "padre", que busca ser a costa de la figura paterna. O sea: el problema trasciende el terreno religioso. En eso estamos. Y el Señor nos llama a vendar esas heridas, y también a reconocernos en ellas.
Nosotros adoramos, y eso nos resulta reparador porque es nuestra verdad, porque nos parece muy preferible tener Dios que no tenerlo, tener Padre que no tenerlo. También nos resulta beneficioso no echar la culpa de nuestras desgracias al Padre, sino adorar, que es creer que siempre su presencia en nuestras vidas es benéfica, que desea nuestro bien y lo promueve.
También adoramos porque este Dios, creador de todo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se nos ha hecho cercano:
* "La gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado".
* "Se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres" (Tit 2,11.3,4).
Se hizo carne. Por eso desde ahora toda nuestra adoración es participación de la adoración de Cristo. Él y Adoramos con Cristo, por en Él. Ahora adoramos ya no sólo su señorío de Dios, sino también su benignidad de Dios. Y lo adoramos también a Cristo. Nuestra humanidad ha quedado insertada en el misterio de Dios Trinidad. ¡Cuánta misericordia! ¿Cómo no adorar su designio?
Y más aún, esa benignidad se nos ha hecho más simplemente cercana en la Eucaristía, en la que adoramos a Cristo, a Dios. Adorar la Eucaristía es un gran bien de la Iglesia, un bien reparador. Nos hace bien a todos: a quienes lo hacemos y a quienes no lo hacen. Porque adoramos en nombre de la humanidad.
Una de las inquietudes fundamentales de santa Rafaela María fue "poner a Cristo a la adoración de los pueblos". Esto significa que, para Rafaela, adorar no es un acto privado, que se pueda reservar para unas personas o sólo para la intimidad, sino fundamentalmente un bien público, un bien común. Y no sólo un bien de los individuos, sino un bien de los pueblos y para los pueblos.
Porque en esto consiste la vocación del hombre, es lo que todos buscamos, a sabiendas o ignorándolo, por caminos acertados o equivocados, por el derecho o por el revés. Todos buscamos a Dios, y todos vamos a encontrar nuestra dicha sin término en la contemplación entrañable de Dios. Entonces, mirar a Jesús en la Eucaristía va cumpliendo nuestra vocación humana y va cumpliendo la vocación de muchos que no pueden mirar y adorar. Y somos transformados en aquello mismo que miramos. Porque la adoración bien hecha nos cambia. Aligera nuestros pasos, ablanda el corazón, nos lo abre a las necesidades de los hermanos. Pero es una experiencia que hay que intentar para entenderla y valorarla. Y nunca es un bien privado, sino un bien común, algo de lo que no podemos apropiarnos.
Alabar es pensar bien de Dios y decírselo. Decirle que es bueno que Él sea Él mismo. Gozarnos con Él, gozarnos en que Dios sea Dios. Gozarnos en su bondad, no sólo por los beneficios que nos da, sino porque Él es hermoso, es hermosa su Bondad.

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