martes, 16 de noviembre de 2010

La casa.
CASA/GRACIA: En la casa se vive la experiencia de estar al abrigo y guardado por una protección envolvente, de estar centrado y a salvo. "Aunque se alce un hombre para perseguirte, la vida de mi señor está bien atada en el zurrón de la vida, al cuidado de Yahvé tu Dios" decía Abigail a David (1 Sam. 25,29). La casa es ese "zurrón de la vida" que nos pone a salvo de la hostilidad de fuera, que nos da estabilidad y permanencia: "Hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido donde poner a sus polluelos" (Sal. 84,4).
Es el lugar de la comida en común en torno a la mesa, de la armonía familiar, de la intimidad gozosa: "Maestro ¿dónde vives?. Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron pues y vieron y se quedaron con él aquel día" (Jn 1,39). Desde ese centro secreto, que nos rehace y nos integra, nace la canción que agradece la bendición de Dios, su acción tranquila que nos vincula a él en la sencillez de lo cotidiano. En las jambas y en las puertas de la casa tiene que estar grabado el recuerdo de que es él quien nos reúne bajo sus alas (Mt. 23,27), y quien nos cobija y nos cuida como a la niña de sus ojos (Dt. 32,10). Sin ese recuerdo, la gracia que se nos ofrece se deteriora y se agrieta y cedemos a la tentación de cerrar las puertas, olvidando que, si disponemos de seguridad, de calor, de techo y de hogar es para que cuando el extraño y el perdido llamen a nuestra puerta al anochecer, puedan encontrar un plato más en la mesa y alguien que comparte con él el pan y el sosiego que nos habita.
Zaqueo lo había olvidado y su casa se había vuelto un lugar de acumulación posesiva. Pero cuando Jesús entra en ella, todas aquellas seguridades en que él se refugiaba se hacen de pronto innecesarias y salen por la ventana. Zaqueo ha sido seducido por alguien que le da poca importancia a tener o no un lugar donde reclinar la cabeza (Lc. 9,60).
Cuando la casa se vive como gracia, se convierte en algo centrifugo que no nos retiene entre sus paredes. María recibe la visita del ángel en su casa de Nazaret pero no se queda ahí: la gracia la empuja fuera de cualquier ensimismamiento y recorre deprisa la serranía de Judea, hasta llegar a otra casa que no es la suya y compartir con Isabel algo de lo que el Señor ha hecho con ella (Lc. 1,26-56). Seis días antes de Pascua, narra el evangelio de Juan, Jesús el itinerante se detiene una noche en Betania. En la casa le esperan la acogida cálida de los amigos, el presentimiento de la muerte en un frasco roto a sus pies. La estancia es breve: al día siguiente, Jesús reemprende el camino hacia Jerusalén. María dejará Betania unos días después y estará en el monte en que se levanta la cruz. La casa, llena de olor del perfume, se ha quedado atrás (Jn. 12,3).
La cena de Pascua la celebran Jesús y los suyos en la sala del piso superior de una casa de Jerusalén. En ella, los discípulos se encuentran cobijados por la ternura conmovida del maestro que se está despidiendo: No tengáis miedo, no os voy a dejar huérfanos, seguid conmigo, he sido yo quien os he escogido, aquí tenéis para vosotros mi alegría, mi paz, el amor del Padre, mi Espíritu, mi vida que se va a partir y a derramar, como este pan y este vino que tengo entre las manos. Hijos, cuánto os he querido. Quereos, también vosotros así... Y ellos desearían esconderse en aquel hueco, enroscarse como la hiedra al tronco del amigo, adherirse como el musgo a la roca de sus palabras y quedarse ahí, al abrigo de ese calor, defendidos y a salvo.
Pero el Maestro se ha levantado y ha bajado hasta la puerta de la casa. Fuera están la oscuridad, el relente frío de la noche de marzo, el peligro acechando detrás de cada olivo. Pero fuera está también la llamada del Padre que le convoca a llegar hasta el final en el amor fiel y Jesús atraviesa el umbral y se hunde en la noche, lejos de la casa. En el atardecer del primer día de la semana, dos hombres que van hacia Emaús, buscan en una posada refugio de los peligros nocturnos, techo y cena para intimar con un misterioso compañero de camino. Cuando lo reconocen, la noche pierde su amenaza y se alejan corriendo de la casa que hacía un momento les parecía imprescindible, como si la luz encontrada en ella hubiera anticipado el amanecer que les permite volver a la comunidad (Lc. 24,13-35).
"El día de Pentecostés estaban todos reunidos en un mismo lugar y, de repente, vino del cielo un ruido, como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban" (Hech. 2,12) y Pedro y los otros salen al encuentro de los que estaban fuera: partos, medos, elamitas, judíos y prosélitos, cretenses y árabes. Los muros de la casa, como los odres viejos de que hablaba Jesús, han reventado con el vino nuevo del Espíritu. La Iglesia ha abandonado la casa y se ha lanzado a los caminos abiertos de la misión. Por eso, cuando nos invade la inquietud por la identidad ("quién es cristiano", "en qué consiste nuestro carisma", "cuál es la espiritualidad sacerdotal o laical...") no tendríamos que olvidar que no vamos a encontrarla sólo en el viejo arcón en que conservamos las tradiciones en la casa, sino también fuera, entre la gente. Porque la sal y la levadura sólo aprenden lo que son y para qué sirven cuando se pierden y se gastan en salar y en levantar la masa del pan. (Dolores Aleixandre)

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