miércoles, 17 de noviembre de 2010

El desierto 
DESIERTO/GRACIA: Uno de sus rasgos peculiares es que sólo se revela como gracia cuando ya lo hemos atravesado. A lo largo de nuestra vida existen muchas formas de ser empujados a él: una enfermedad larga, la soledad, una depresión, el dolor insoportable de ver sufrir a los que amamos, la impotencia ante la injusticia, la sensación de que las tierras que hemos intentado roturar y cultivar durante años siguen tan baldías como al principio.
Israel vivió el desierto como una realidad ambivalente: a veces como lugar terrible (Dt. 8,15); otras, como un ideal perdido (Jer. 2,1). Lo sembró de murmuraciones, de quejas, de desconfianza y de amargura.
Ya Agar, la esclava de Sara, había vagado dando alaridos por el desierto de Berseba, alejándose de su pequeño para no verle morir de sed (Gen. 21,16). Ellas se echaría derrotado, debajo de un arbusto deseándose la muerte (1 Re. 1,4). Jesús sintió hambre y tentación en el desierto de Judea y agonizó de angustia en el desierto verde de Getsemaní (Mat. 26,38); los discípulos supieron, después de su muerte, lo que era el sequedal espantoso de la decepción y el fracaso.
Pero Israel comprendió, cuando ya estaba en la tierra, que el desierto había sido la etapa de su amor juvenil y escuchó, como una novia estremecida, que el Señor quería llevarle allí otra vez para hablarle al corazón (Os. 2,16). A Agar le fueron abiertos los ojos para que viera que había un pozo cerca y Elías llegó hasta el Horeb con la fuerza del pan y del agua que había encontrado a su lado al despertar. A Jesús lo sacó el Padre del desierto de la muerte para llevarle a la tierra que mana leche y miel de la resurrección y su presencia inundó, como un torrente de gozo, el corazón de sus amigos.
A nosotros el desierto puede liberamos del engaño de creernos autosuficientes. Nos hace tocar nuestra fragilidad y nuestros limites y encontrarnos de frente con la verdad de qué débiles y desvalidos somos y de cuánto necesitamos de los otros. Es tiempo de dejarse podar y de permanecer, de quejarse sin llegar a rendirse. El que consiente a esta etapa de empobrecimiento, sale de ella más despojado y más libre, más tolerante con la debilidad de los demás, menos rotundo en lo que afirma y más dispuesto a aceptar que se equivoca. Quizá ya no pisa tan firme como antes, pero ahora sabe aguantar y esperar mejor y la soledad ha dejado de darle miedo.
Pero si sólo fuera esa la vivencia del desierto ¿qué "gracia" tendría eso?. Lo que resulta insólito es que un lugar de carencia se convierta en un lugar de abundancia. Los Profetas nos hablan de un desierto que se regocija y florece como flor de narciso (Is. 35,2); de una estepa que se convierte en un camino real (Is. 40,3); de cumbres peladas que se convierten en manantiales (Is. 40, 18); de una tierra yerma a la que, de pronto, inunda un río y se llena de árboles frutales que dan cosecha doce veces al año (Ez. 47,12). El alimento que el pueblo come en el desierto es exquisito, "manjar de ángeles, pan de mil sabores a gusto de todos" (Sáb. 16, 2.20). En aquel lugar despoblado al que la gente ha seguido a Jesús, hay yerba verde para que puedan recostarse y "comieron hasta saciarse y recogieron los trozos sobrantes: doce canastos llenos" (Mat, 14, 15.20).
Ha estallado el milagro de la desproporción, se ha producido el salto al otro lado del cálculo y de la medida, la negatividad ha desvelado su otro rostro. Los que mejor lo saben, son aquellos que se han acercado a las zonas marginales de nuestro mundo y han escuchado ahí el rumor de otra agua y el florecer de otra sabiduría. "Expertus potest credere..." cantábamos en el "Iesu dulcis memoria" y sigue siendo verdad. Hay una experiencia de cambio profundo de sensibilidad de la que sólo saben los que han plantado su tienda en el descampado de los que carecen (de pan, o de libertad o de ciencia, o de salud...). Cuando se entra en relación con lo elemental de la vida y sobre todo, con personas a las que no alcanzan los engaños y complicaciones del orgullo, puede acontecer una novedad absoluta que hace posible la fraternidad.
En una escena de "Los santos inocentes", los señores celebran un acontecimiento familiar en el comedor lujoso de la casa, en medio de un silencio tenso. La fiesta está abajo, en la explanada soleada del cortijo, donde los aparceros ríen, comen y se pasan el vino en torno a una tosca mesa sin manteles. Llegar a conocer esa fuerza transformadora de lo de abajo, es algo que está fuera del alcance de los "sabios y entendidos" porque el Padre la revela a los que quiere. Sólo desde ahí se descubre por qué gana el que se decide a perder y se participa en la fecundidad escondida de aquel que "creció entre nosotros como una raicilla de tierra árida" (Is. 53,2). (Dolores Aleixandre)

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