jueves, 18 de noviembre de 2010

El camino
CAMINO/GRACIA: Es quizá el símbolo más universal de la existencia humana. En la Biblia la vida se camina y, para vivir plenamente, casi es bastante poder caminar al propio aire. Sentirse "en camino" es estar orientado, proyectado hacia adelante, en movimiento hacia la felicidad, con confianza en el desenlace final de la propia peripecia histórica. Cuando alguien puede narrar su vida como un camino, está haciendo una confesión de fe, porque se le ha dado el verla reorganizada en torno a un sentido, atravesada por una dirección.
El autor del salmo 139 constata, como Jonás, como los de Emaús, que, cuando creía huir, estaba haciendo camino hacia aquél de quien había querido alejarse. Y se da cuenta, sobrecogido, de que no es posible emprender una marcha que aleje de Dios, de que toda la vida es un camino, con él y hacia él, en su presencia. Israel vivió el don de ser guiado y conducido a lo largo del camino hacia la tierra como sobre las alas protectoras de un águila (Dt. 32,11), o bajo el cayado seguro de un Pastor que conoce su oficio (Sal. 23,1). También Bartimeo, que vivía hundido en la noche de su ceguera, se sintió renacer a la luz y a la vida cuando se puso en marcha, brincando, detrás del que le había arrancado de las tinieblas y del sin sentido de su cuneta (Mc. 10,52).
Pero el camino esconde, a veces, una sorpresa de gracia en la paradoja de un viaje inesperado que deshace nuestros planes, de un acontecimiento que nos deja desorientados y perdidos, sin saber ya dónde estamos ni a dónde vamos, sin referencias personales o grupales, sin entender por qué hacemos lo que hacemos y vivimos como vivimos.
No somos los primeros en experimentarlo: Abraham salió de su tierra sin saber a dónde iba (/Hb/11/08). Debió intuirlo el sabio que recogió aquel proverbio: "El hombre planea su camino pero es el Señor quien dirige sus pasos" (Prov. 20,24).
También Nicodemo tuvo que aceptar que "el viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni a dónde va" (Jn. 3,8). Jesús advierte a cualquiera que se empeñe en vigilar con ansiedad lo que ha sembrado, que la semilla crecerá "sin que él sepa cómo" (Mc. 4,28). La vida se encargó de enseñarle a Pedro cuándo había llegado el momento de dejarse ceñir y llevar donde él no quería (Jn. 21,18) y Saulo de Tarso, que se dirigía lleno de ímpetu hacia Damasco, llegó por fin a la ciudad, pero de la mano de otros porque, "aunque tenía los ojos abiertos, no veía" (Hech. 9,9). Es tiempo de creer que el Pastor conoce bien la cañada aunque esté a oscuras (Sal. 23,4), es una invitación a entrar en un juego de ocultamiento y búsqueda:
"Es gloria del Señor ocultar un proyecto, es gloria del rey descubrirlo" (Prov. 25,2).
El que se atreve a seguir adelante aunque esté perplejo y buscando sin perder el ánimo, está afirmando, en cada uno de sus pasos, que se fía de Alguien que sigue siendo Camino también cuando los otros se han convertido en laberintos.
La gracia de no saber puede llevarnos entonces a recuperar esa niñez que se nos había perdido debajo de tantas máscaras, a recobrar algo de esa naturalidad asombrosa con que los niños preguntan y aprenden y se dejan enseñar, algo de esa audacia despreocupada con la que se apoderan del Reino.
Pero si para eso nos sentimos demasiado viejos, nos queda el recurso de continuar andando pacientemente, obstinadamente. Quizá, al final del camino, nos daremos cuenta, como Jacob, de que el Señor había estado a nuestro lado sin que lo supiéramos (Gen. 28,16). Quizá no consigamos tampoco conocer el misterio de su Nombre. Y es que, a lo mejor, la gracia consiste en eso, en seguir caminando, con la terquedad humilde de quien está marcado para siempre con una cojera vencida y victoriosa.
SAL-TERRAE/89/05. Págs. 377-386

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