miércoles, 28 de octubre de 2009

Tomas Merton. Ha resucitado.

Hemos sido llamados a compartir
la Resurrección de Cristo
porque sufrimos y padecemos como seres humanos
Con frecuencia olvidamos
que en todos los relatos
de la Resurrección los testigos,
en principio,
están firmemente seguros
de la muerte de Cristo.
Las mujeres, camino del sepulcro,
pensaban que Jesús estaba muerto,
que ya se había ido.
Sólo pensaban
en embalsamar su cuerpo.
El problema era la tumba,
sellada
con una piedra
demasiado pesada
para poderla mover.
No sabían
cómo encontrar a alguien
que corriera la losa
para poder llegar
al cuerpo muerto.
Creemos que hay una piedra enorme
que cierra el paso 
Es como un ejemplo
psicológico,
pues frecuentemente
actuamos así
en nuestra vida cristiana.
Aunque “digamos” con nuestros labios
que Cristo ha resucitado,
en el fondo de nuestro ser
es como si le creyéramos
muerto.
Pensamos en una piedra
enorme que cierra el paso
y nos impide llegar
a su cuerpo muerto.
Nuestra religión cristiana
con frecuencia
no es más que el culto
del cuerpo muerto de Cristo,
culto unido a la angustia
y desesperación
por el problema
de cómo correr la piedra
que nos impide alcanzarle.
No es una broma:
es lo que ocurre realmente
cuando
la religión cristiana deja de ser
fe verdaderamente viva
y se reduce
a un mero cumplimiento de ritos
establecidos.
Tal clase de cristianismo
ya no es vida
en Cristo resucitado,
sino un culto formalista
a Cristo muerto,
a quien se considera
no como
la luz y la salvación
del mundo,
sino como a una “cosa” divina,
un objeto de extrema santidad,
un vestigio teológico.
El resultado
es que se sustituye
la presencia viva
por una cosa;
y así nuestras vidas
se ven privadas
de
la indecible e invisible
-aunque tremendamente cercana
y llena de poder-
presencia del Señor
que vive.


Levantamos así
un andamiaje
de piadosas imágenes
y abstractos conceptos,
para convertir a Cristo en una sombra
y, finalmente,
reducirlo a una figura de cera;
luego la gente recorre enormes distancias
para venerar
objetos inertes,
embalsamarlos
con toda clase de perfumes
e inventar fantásticos cuentos
sobre lo que tal cosa
podría contribuir
a hacernos ricos
y ser felices
mediante la magia de su poder.
Nosotros mismos nos creamos
oscuros problemas religiosos
Nunca debemos dejar
que nuestras ideas,
hábitos, ritos y prácticas
se nos hagan más reales
que Cristo resucitado.

Debemos aprender
como san Pablo
que todos esos aditamentos religiosos
no tendrán valor
si representan un obstáculo
en nuestro camino
hacia la fe en Jesucristo
o nos impiden amar a nuestros hermanos
en Cristo.
Pablo volvía su vista atrás,
a los días en que había sido
un fiel practicante de la ley,
y confesaba
que toda esa piedad
no tenía significado alguno.
La rechazaba por carecer de valor,
y sólo ansiaba una cosa,
según sus palabras:
“Creo que nada
me puede suceder
mejor
que conocer a Jesús, mi Señor.
Por Él he aceptado
la pérdida de todas las cosas,
y todo lo tengo
por inmensa basura.
¡Si pudiera tener a Cristo
y se me diera un espacio en Él!
Ya no procuro alcanzar la perfección
con mis propios esfuerzos…
sino que sólo procuro la perfección
que viene de la fe en Cristo.
Todo lo que quiero conocer es a Cristo
en el poder de su resurrección,
y compartir sus sufrimientos
reproduciendo
en mí
el modelo de su muerte”

(Fil 3, 8-11).
No está aquí:
ha resucitado
Cuando las piadosas mujeres

llegaron al sepulcro
encontraron
que la piedra
había sido corrida.
Pero ese hecho carecía de importancia,
pues lo nuevo era que el cuerpo
de Jesús
no estaba allí.
El Señor había resucitado
y lo hizo con nosotros.
Nosotros mismos
nos creamos oscuros problemas
religiosos
al tratar desesperadamente
de abrirnos paso
hacia un Cristo muerto
en su tumba.
En ese caso,
aunque pudiéramos correr la piedra
no podríamos encontrar su cuerpo
porque ya no es más un muerto.
No es un ser inerte,
ni un despojo sin vida:
no nos pertenece,
ni es una reliquia superadmirable:
NO ESTÁ ALLÍ,
HA RESUCITADO.
La vida cristiana,
la adoración cristiana,
la misa,
todo eso que hacemos,
lo ha oscurecido
una piedad limitada a los
ritos y fórmulas,
que insiste en tratar
a Jesús resucitado
como si fuera un muerto,
un objeto santo,
no Espíritu
y Vida,
e Hijo de Dios vivo.

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