Colaboración mutua
Primero por referencia a una misma tradición espiritual. Tenemos mucho que aprender unos de otros, cada uno y cada una, individual y colectivamente. Se da así una reafirmación en las fuentes y en lo que especifica cada camino particular, como perteneciente a tal grupo o congregación concreta, o como laico de tal movimiento, o como jesuita de su comunidad. En efecto podemos aportarnos mucho mutuamente en nuestro modo propio de sentir las cosas y de expresarlas, de comprender nuestra espiritualidad y la misión, en el buscar y hallar a Dios en todas las cosas: es nuestra diversidad que sólo ahora empezamos a descubrir.
Además hay que buscar una manera de actuar apostólicamente. Trabajar juntos no es una opción posible, sino un desafío apostólico y una gracia, una necesidad. Importa discernir juntos tareas y prioridades; es colaborar en lo posible allá donde seamos llamados a actuar como discípulos y apóstoles de Cristo.
Más aún, hay una manera de expresar qué es a lo que el Señor nos llama: personas que cuidan de los demás, que se escuchan y dialogan, que se estiman y aprecian, que buscan vivir como «amigos en el Señor», y que les mueve la voluntad de dirigirse a un mundo despiadado y duro, y testimoniar que el Espíritu de Dios crea proximidad y respeto en personas llamadas a ser un corazón de carne por los caminos pedregosos de un mundo dividido. Y, por fin, el deseo de ser discípulos de Cristo a la manera de Ignacio, Javier y Fabro.
Ser «nosotros mismos»
Una relación con el mundo absolutamente positiva, no por optimismo, que sería artificial, sino porque la experiencia cristiana se vive en el corazón de realidades ambiguas y cambiantes del mundo en el que vivimos, y a Dios hay que buscarlo y hallarlo en todo, en cualquier situación.
Una vida interior y un caminar espiritual que, a partir de la experiencia de Dios que facilitan los Ejercicios, abren al deseo de salir al encuentro del Señor en la acción, aquí y siempre, en los acontecimientos y en los hombres, y así encarnarse en el mundo del Hijo de Dios hecho hombre y participar con Él, como servidores, de su misión.
Además un sentido de Iglesia que se vive con un corazón y un espíritu suficientemente abiertos para entender lo que decía Juan Pablo sobre el hombre de hoy: Este hombre es el camino de la Iglesia, camino que se despliega de una determinada manera, en la base de todas las rutas que la Iglesia debe asumir, porque el hombre –todo hombre sin ninguna excepción– ha sido rescatado por Cristo, porque Cristo está unido al hombre, a cada hombre, sin ninguna excepción, aunque el hombre no sea consciente de ello.
En fin, el cuidado de no priorizar los «asuntos de familia». Hay que descentrarse de sí mismos, desplazando el centro de atención y las propias preocupaciones hacia donde aparecen las necesidades y esperanzas de los hombres de hoy, porque la familia ignaciana opta por lo que se proponía Javier en su tiempo: hacerse presentes en las fronteras del mundo y de la cultura de hoy.
El porvenir de la familia ignaciana
La Congregación General 34 de la Compañía de Jesús invitaba a la creación de una «red apostólica ignaciana» en los términos siguientes: La existencia de tantas personas de inspiración ignaciana atestigua la vitalidad permanente de los Ejercicios y su poder de animación apostólica. La gracia de una nueva era de la Iglesia y el dinamismo hacia un plus de solidaridad nos empujan de una manera decisiva a reforzar los lazos con todas estas personas y grupos. Así podríamos crear una red apostólica ignaciana (d. 13, n. 21). Trabajar juntos anudará los vínculos entre personas y grupos, permitirá que nazca una red en el que cada uno tenga su lugar y su misión propia y podamos así aportar a la Iglesia y a los hombres de nuestro tiempo lo que se nos confiado, es decir una tarea que no podemos abandonar. Está claro que esto significa cambio en el modo de pensar y hacer, pues se trata de una nueva «cultura apostólica», una apuesta decidida por lo que se busca, se experimenta y se vive en una familia ignaciana que desea amar y servir al Señor en estos tiempos nuevos que demandan corazones libres y espíritus abiertos para avanzar humildemente hacia aquello a lo que hemos sido convocados.
(Condensación de Jésuites de France, 2007)
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