jueves, 10 de septiembre de 2009

Nuevo aniversario del Padre Cacho. (Alvaro Ojeda)

San Francisco en el cantegril

Recordamos un nuevo aniversario del Padre Cacho, el cura de los cantegriles, una palabra típica del Uruguay para designar los asentamientos precarios que se van amontonando en la periferia de Montevideo. Esta nota aparecida recientemente en un diario de la capital hace referencia al proceso de beatificación del Padre Cacho. Miles de firmas se han presentado al obispado pero todavía el proceso no ha sido empezado.



Cuando vi al cura Cacho por primera vez, me lo tuvieron que señalar. Iba sentado en un carrito de hurgadores (moderna denominación para la pobreza más impúdica) junto con otro hombre, que era exactamente igual a él. Los dos vestían la misma ropa, gastada y descolorida; los dos tenían esa flacura de los que pasan hambre; no de los que eventualmente tienen hambre; los dos sumaban una pequeña figura bajo un cielo excesivo.



Avanzaban penosamente por la calle Porongos en una tarde helada. Un vaivén de pescante fuera de tiempo y de miradas rutinarias de una Montevideo que se ha acostumbrado a ese ir y venir, cansino, torpe, embrutecido, de tantos compatriotas con peor suerte que la nuestra. Un par de sombras en movimiento hacia el cantegril de Aparicio Saravia.



Ese montón de frío, matungo, y carrito, fue el destino elegido por Ruben Isidro Alonso, el Padre Cacho. Como San Francisco de Asís, eligió vivir entre ellos, porque entre ellos, casi milagrosamente, veía a Cristo. Un Cristo crucificado, humillado y en derrota, pero también un Cristo vivo, posible y liberador. Ahora mismo, mientras escribo este artículo, me reencuentro con uno de los pocos textos que Cacho dejó.



Tiene la contundencia de la convicción: “Siento la imperiosa necesidad de ir a vivir en un barrio de pobres, y hacerlo como lo hacen ellos. No como táctica de infiltración o demagogia, ni siquiera como gesto profético de nada, sino para encontrarlo de nuevo a Cristo, porque sé que vive allí, que habla su idioma, que se sienta a su mesa, que participa de sus angustias y esperanzas. Tampoco como un “Padre” despachador de Sacramentos, sino como alguien que va a hacer junto a ellos, una vivencia de fe, un camino compartido. Tal vez pueda decirles en su idioma de dolor y frustración, que allí en medio de ellos, está Él, el que puede cambiar la muerte en Vida, y la negación en Esperanza. ”



Es asombroso el enfoque que hacía de su misión. Casi parece que fueran los requecheros, los bichicomes, los pobres absolutos, los que pueden hacer más fuerte, la fe en la salvación predicada. Como si entre ellos, en esa oscura caverna suburbana, Cristo tuviera una presencia más real y efectiva. Tan real y efectiva, que el cura dispensador de Sacramentos, recogía de aquella multitud sufriente, un signo vivo de Esperanza, así con mayúsculas, de que el mundo tendría un momento definitivo de justicia, una mirada de compasión para tanto abuso acumulado. Primero se mudó al barrio y vivió en un rancho de lata.



Luego aprendió los códigos de convivencia del cantegril, que son lo que la imagen del espejo a la realidad, una simetría engañosa, turbia.

Después organizó a los vecinos y empezó a tratar que ellos mismos se sintieran seres humanos, y no bichos tirados al margen de la ciudad porque tenían mal olor. Y por supuesto, sufrió persecución, fue maltratado, ofendido, humillado. Pero siguió adelante. Los vecinos de la Parroquia de los Sagrados Corazones, escribieron un retrato conmovedor de Cacho: “Tuvimos hambre, y compartió su comida con nosotros; tuvimos sed y compartió su agua; estuvimos enfermos y nos visitó; nos pusieron presos, y se arriesgó por nosotros. Creímos que no éramos nadie, que no podíamos nada, y tuvo confianza en nosotros.”



Cuando yo era niño, mi madre me regaló una medallita de plata de la Inmaculada Concepción, la Milagrosa, como la habían bautizado los soldados franceses mientras peleaban la sangrienta batalla del Marne en 1915, con la primera pensión que cobró de su padre, un abuelo al que yo nunca conocí. Cuando el Cura Cacho cayó enfermo, mi esposa se la envió al Hogar Sacerdotal, en donde intentaba reponerse. La medallita permaneció con él hasta su muerte, y ahora está otra vez en mis manos. ¿Qué hace que un objeto tan común se transforme en signo transparente en un mundo plagado de shoppings y tecnología de punta, y marketing ?



No es la plata, brillante y engañosa, casi irreal. No es la materia, seguramente, la esencia de ese resplandor que hace que la vista se detenga en ella, una y otra vez. No es lo externo, lo vano, lo que hace a un hombre respetable y digno. Un hombre es tal, en la medida en que reconoce que nunca será verdaderamente feliz, mientras que otros hombres, iguales a él, vivan en las condiciones en que todos sabemos que viven. Cacho hizo lo que San Francisco, fue el último de los últimos.



La causa para su beatificación ya se inició, pero el Cura Cacho es santo, y está vivo en el insomne traqueteo de los carritos sonoros como una matraca, entre los que anduvo y anda todavía, sonriente, pequeño e inmortal.



(extractado de “El Observador” 11.07.2000)

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