lunes, 29 de septiembre de 2014
lunes, 22 de septiembre de 2014
Los anteojos de Dios. Mamerto Menapace osb
Los anteojos de Dios
por Mamerto Menapace, publicado en Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande
por Mamerto Menapace, publicado en Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande
El cuento trata de un
difunto. Anima bendita camino del cielo donde esperaba encontrarse con Tata
Dios para el juicio sin trampas y a verdad desnuda. Y no era para menos, porque
en la conciencia a más de llevar muchas cosas negras, tenía muy pocas positivas
que hacer valer. Buscaba ansiosamente aquellos recuerdos de buenas acciones que
había hecho en sus largos años de usurero. Había encontrado en los bolsillos
del alma unos pocos recibos "Que Dios se lo pague", medio arrugados y
amarillentos por lo viejo. Fuera de eso, bien poca más. Pertenecía a los
ladrones de levita y galera, de quienes comentó un poeta: "No dijo malas
palabras, ni realizó cosas buenas".
Parece que en el cielo
las primeras se perdonan y las segundas se exigen. Todo esto ahora lo veía
clarito. Pero ya era tarde. La cercanía del juicio de Tata Dios lo tenía a muy
mal traer.
Se acercó despacito a la
entrada principal, y se extraño mucho al ver que allí no había que hacer cola.
O bien no había demasiados clientes o quizá los trámites se realizaban sin
complicaciones.
Quedó realmente
desconcertado cuando se percató no sólo de que no se hacía cola sino que las
puertas estaban abiertas de par en par, y además no había nadie para
vigilarlas. Golpeó las manos y gritó el Ave María Purísima. Pero nadie le
respondió. Miró hacia adentro, y quedó maravillado de la cantidad de cosas
lindas que se distinguían. Pero no vio a ninguno. Ni ángel, ni santo, ni nada
que se le pareciera. Se animó un poco más y la curiosidad lo llevó a cruzar el
umbral de las puertas celestiales. Y nada. Se encontró perfectamente dentro del
paraíso sin que nadie se lo impidiera.
-¡Caramba — se dijo —
parece que aquí deber ser todos gente muy honrada! ¡Mirá que dejar todo abierto
y sin guardia que vigile!
Poco a poco fue perdiendo
el miedo, y fascinado por lo que veía se fue adentrando por los patios de la
Gloria. Realmente una preciosura. Era para pasarse allí una eternidad mirando,
porque a cada momento uno descubría realidades asombrosas y bellas.
De patio en patio, de
jardín en jardín y de sala en sala se fue internando en las mansiones
celestiales, hasta que desembocó en lo que tendría que ser la oficina de Tata
Dios. Por supuesto, estaba abierta también ella de par en par. Titubeó un
poquito antes de entrar. Pero en el cielo todo termina por inspirar confianza.
Así que penetró en la sala ocupada en su centro por el escritorio de Tata Dios.
Y sobre el escritorio estaban sus anteojos. Nuestro amigo no pudo resistir la
tentación — santa tentación al fin — de echar una miradita hacia la tierra con
los anteojos de Tata Dios. Y fue ponérselos y caer en éxtasis. ¡Que maravilla!
Se veía todo clarito y patente. Con esos anteojos se lograba ver la realidad
profunda de todo y de todos sin la menor dificultad. Pudo mirar profundo de las
intenciones de los políticos, las auténticas razones de los economistas, las
tentaciones de los hombres de Iglesia, los sufrimientos de las dos terceras
partes de la humanidad. Todo estaba patente a los anteojos de dios, como afirma
la Biblia.
Entonces se le ocurrió
una idea. Trataría de ubicar a su socio de la financiera para observarlo desde
esta situación privilegiada. No le resulto difícil conseguirlo. Pero lo agarró
en un mal momento. En ese preciso instante su colega esta estafando a una pobre
mujer viuda mediante un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la
miseria por sécula seculorum. (En el cielo todavía se entiende latín). Y al ver
con meridiana claridad la cochinada que su socio estaba por realizar, le subió
al corazón un profundo deseo de justicia. Nunca le había pasado en la tierra.
Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente este deseo de hacer
justicia, que sin pensar en otra cosa, buscó a tientas debajo de la mesa del
banquito de Tata Dios, y revoleándolo por sobre su cabeza lo lanzó a la tierra
con una tremenda puntería. Con semejante teleobjetivo el tiro fue certero. El
banquito le pegó un formidable golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.
En ese momento se sintió
en el cielo una gran algarabía. Era Tata Dios que retornaba con sus angelitos,
sus santas vírgenes, confesores y mártires, luego de un día de picnic realizado
en los collados eternos. La alegría de todos se expresaba hasta por los poros
del alma, haciendo una batahola celestial.
Nuestro amigo se
sobresalto. Como era pura alma, el alma no se le fue a los pies, sino que se
trató de esconder detrás del armario de las indulgencias. Pero ustedes
comprenderás que la cosa no le sirvió de nada. Porque a los ojos de Dios todo
está patente. Así que fue no más entrar y llamarlo a su presencia. Pero Dios no
estaba irritado. Gozaba de muy buen humor, como siempre. Simplemente le
preguntó qué estaba haciendo.
La pobre alma trató de explicar
balbuceando que había entrado a la gloria, porque estando la puerta abierta
nadie la había respondido y el quería pedir permiso, pero no sabía a quién.
-No, no — le dijo Tata
Dios — no te pregunto eso. Todo está muy bien. Lo que te pregunto es lo que
hiciste con mi banquito donde apoyo los pies.
Reconfortado por la
misericordiosa manera de ser de Tata Dios, el pobre tipo fue animado y le contó
que había entrado en su despacho, había visto el escritorio y encima los
anteojos, y que no había resistido la tentación de colocárselos para echarle
una miradita al mundo. Que le pedía perdón por el atrevimiento.
-No, no — volvió a
decirle Tata Dios — Todo eso está muy bien. No hay nada que perdona. Mi deseo
profundo es que todos los hombres fueran capaces de mirar el mundo como yo lo
veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste algo más. ¿Qué pasó con mi banquito
donde apoyo los pies?
Ahora sí el ánima bendita
se encontró animada del todo. Le contó a Tata Dios en forma apasionada que
había estado observando a su socio justamente cuando cometía una tremenda
injusticia y que le había subido al alma un gran deseo de justicia, y que sin
pensar en nada había manoteado el banquito y se lo había arrojado por el lomo.
-¡Ah, no! — volvió a
decirle Tata Dios. Ahí te equivocaste. No te diste cuenta de que si bien te
había puesto mis anteojos, te faltaba tener mi corazón. Imaginate que si yo
cada vez que veo una injusticia en la tierra me decidiera a tirarles un
banquito, no alcanzarían los carpinteros de todo el universo para abastecerme
de proyectiles. No m’hijo. No. Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis
anteojos, si no se está bien seguro de tener también mi corazón. Sólo tiene
derecho a juzgar, el que tiene el poder de salvar.
-Volvete ahora a la
tierra. Y en penitencia, durante cinco años rezá todo los días esta
jaculatoria: "Jesús, manso y humilde de corazón dame un corazón semejante
al tuyo".
Y el hombre se despertó
todo transpirado, observando por la ventana entreabierta que el sol ya había
salido y que afuera cantaban los pajaritos.
Hay historias que parecen
sueños. Y sueños que podrían cambiar la historia.
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