TRES LUGARES PARA ACOGER LA GRACIA
DOLORES ALEIXANDRE
Prof. de Sagrada Escritura
Univ. Comillas. Madrid
Desde pequeña me hablaron mucho de la gracia y yo, por dentro, iba transformando aquellas palabras en imágenes y veía una azucena, o una especie de túnica blanca o una cosa resplandeciente que siempre estaba a punto de que le cayera una mancha. En el "Mi Jesús", que era el libro con el que me prepararon a la primera comunión, a las almas en gracia se las reconocía en seguida porque iban de la mano del ángel de la guarda y sonreían con dulzura, mientras que a las que estaban en pecado se las veía disgustadas y no era para menos porque en el grabado siguiente se caían, de manera estrepitosa, por un puente que estaba roto por el sexto arco. Me parece que, por entonces, yo identificaba la gracia con la pureza, que tampoco sabia a punto fijo en qué consistía, pero, por si acaso, repetía con unción a los 8 años, junto con las otras niñas que pertenecían, como yo, a la congregación de 'los Corderitos": "¡Ah! Corta, te lo pido, mi mísera existencia. Más vale la inocencia, la quiero conservar.
En el bachillerato me enteré de más cosas sobre la gracia en un libro muy gordo que se llamaba "El Dogma Católico" de Cipriano Montserrat. Allí lo explicaba todo muy claro: había una gracia fija y estable y otra que era un auxilio transeúnte y que se dividía en primera y en segunda. Se perdía por el pecado y se recuperaba en la confesión; aumentaba por los sacramentos, pero no podía disminuir, cosa que me parecía, ya entonces, extrañamente acertado. En esa edad leí libros que tenían en la portada rostros de chicos y chicas con anhelos de infinito y, por dentro, unas consideraciones muy bonitas sobre la pureza y los ideales y muchos ejemplos de lo importante que es vivir en gracia y de los peligros que corremos de perderla, los chicos por culpa de las chicas y ellas por no darse cuenta de lo que les pasa a los chicos. Tomé conciencia con preocupación de lo frágil que era lo de vivir en gracia y pasé una temporada yendo por la vida abrazada a ella, como San Tarsicio a la eucaristía, para evitar que me la quitasen.
Cuando ya estaba en el noviciado, leí la "Teología de la Caridad" del P. Royo Marín. Aquello ya era otra cosa porque la gracia estaba en relación con la caridad pero, al llegar a la mitad del libro, decía que la caridad no crece por adición y ponía el ejemplo de un termómetro a 25° que de ninguna manera puede subir, aunque se le apliquen millares de veces calores inferiores a los 25° que ya tiene. Para que aumente, hace falta un acto más intenso, o sea de 26°, porque los otros, que se llaman tibios o remisos, no aumentan el grado esencial de la caridad. Me puse a intentar hacer actos de caridad que no fueran remisos, pero la imposibilidad de comprobar si me subía o no el termómetro me dejó un poco abatida y no seguí con el libro.
Luego me encontré, casi a la vez, con la Biblia y con el Concilio y mis imágenes sobre la gracia cambiaron: ya no tenían que ver con una flor, ni con la blancura, ni con la acumulación, ni con el agobio por perderla. Aparecieron palabras nuevas: relación, gratuidad, encuentro, libertad... Descubrí con asombro que la gracia no es una verdad abstracta y atemporal y, más que como el "ser divino" que decía el catecismo, empecé a verla como un amor que nos busca y nos cerca, que viene a nuestro encuentro allí donde estamos, acecha detrás de las celosías de nuestra ventana, llama al atardecer a la puerta de nuestra casa, se nos arrima cuando vamos de camino, nos visita, como a Elías, en el desierto de nuestro desánimo, nos sorprende en el jardín, como a María Magdalena, cuando andamos buscando entre los muertos al Viviente.
Me di cuenta de los tanteos expresivos de los autores del Nuevo Testamento en su intento de comunicar su experiencia de haber sido arrastrados por el torrente desbordado del amor de Dios en Jesús; da la sensación de que no les cabe en las palabras habituales y necesitan inventar otras, acumular adverbios y adjetivos, recurrir a hipérboles. Insisten una y otra vez en que la gracia tiene que ver con la exageración, con el derroche, con la "sobredosis" diríamos hoy: la gracia "sobreabunda" (Rm/05/02; Ef/02/07) y su riqueza "se desborda" (Ef. 1,8). "Si amáis sólo a los que os aman ¿qué hacéis de más" (Mat. 5,47) y este adverbio es reemplazado en Lucas por la palabra "gracia": "Si amáis a los que os aman ¿qué gracia tiene eso?" (Lc. 6,33).
Por eso, la experiencia de la gracia estará siempre en relación con la desproporción, con la desmesura. "Soy yo demasiado pequeño para toda la misericordia y toda la fidelidad que has querido usar conmigo", decía Jacob (Gn/32/11) y eso es lo que experimentamos deslumbrados al saber que somos queridos sin merecerlo y que sólo podemos responder a ese amor reconociéndolo con "un corazón que desborda agradecimiento" (Col. 2,7). Pero, aunque la gracia es tan desmesurada y tan imprevisible, se adapta mansamente a esos dos ejes de nuestra existencia humana que son el tiempo y el espacio y es en medio de ese horizonte, tan limitado, donde se las arregla para hacerse sentir.
Los evangelistas nombran constantemente lugares concretos de la geografía de Palestina, conscientes de que lo que se juega en ellos es, nada menos, que la verdad de la encarnación del Verbo. Y eso aunque casi ningún lector de hoy sepa con precisión por donde quedan Iturea, Traconítide o Abilene.
Son nombres que guardan para nosotros la memoria de un encuentro: una casa de Nazaret, un descampado a las afueras de Belén, un pozo de Siquem, la orilla oeste del lago de Tiberíades, un árbol a la salida de Jericó, Betania, la habitación alta de una casa de Jerusalén... De esos lugares y de otros muchos, gentes que vivieron antes que nosotros dan testimonio de que, precisamente allí, fueron alcanzados por la gracia: "Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, aunque la cosa empezó en Galilea..." (Hech. 10,37).
GRACIA/LUGARES: No son lugares mágicos y nuestra experiencia creyente no está vinculada físicamente a ellos. Ahora, cada seguidor de Jesús está invitado a reconocer los lugares concretos por los que la gracia se va cruzando en su camino y a descubrir esa geografía secreta y única para cada uno de nosotros. (Una Iglesia románica en Guipúzcoa, la carretera de Huerta a Iruecha, un trayecto en autobús por Getafe, bajo la lluvia; el jardín de las clarisas en Nazaret. Serían como las cuatro de la tarde).
Guardamos en la memoria el recuerdo de lugares que son en nuestra vida como esos mojones que siguen marcando el camino aunque lo haya borrado la nieve, o como aquel paisaje que, de pronto, se hace familiar y nos permite volver a casa cuando nos habíamos perdido. A veces, en esos momentos en que se da el milagro de la comunicación profunda, otros nos hablan de sus lagares de gracia y, desde ese momento, pasan a ser algo nuestro, tan familiar como la forma de las manos del amigo o su modo peculiar de hablar o de caminar.
Al recordar estos testimonios y ponerlos a la luz de aquellas otras experiencias originales de gracia que nos ofrece la Biblia, creo que muchos de ellos podrían agruparse en algunos lugares-tipo que expresan distintas situaciones de nuestra vida creyente: la casa, el desierto, el camino. Al reflexionar sobre ellos, sorprende descubrir cómo esos lugares (y los hombres y mujeres que son visitados en ellos...) encuentran, por un lado, la plenitud de su significado y, a la vez, son transformados en algo otro, son trascendidos y como empujados más allá de ellos mismos por la "eficacia de la poderosa fuerza de la gracia" (Ef. 1,9).