Ya que, una vez más, Señor, ahora ya no en los bosques
del Aisne, sino en las estepas de Asia, no tengo ni
pan, ni vino, ni altar, me elevaré por encima de los símbolos
hasta la pura majestad de lo real, y te ofreceré,
yo, tu sacerdote, sobre el altar de la tierra entera, el trabajo
y el dolor del mundo.
El sol acaba de iluminar, allá lejos, la franja extrema
del horizonte. Una vez más, la superficie viviente de la
tierra se despierta, se estremece y vuelve a iniciar su
tremenda labor bajo la capa móvil de sus fuegos. Yo colocaré
sobre mi patena, ¡oh, Dios mío!, la esperada cosecha
de este nuevo esfuerzo. Derramaré en mi cáliz la
savia de todos los frutos que serán molidos hoy.
Mi cáliz y mi patena son las profundidades de un alma
ampliamente abierta a todas las fuerzas que, en un instante,
van a elevarse desde todos los puntos del globo y
a converger hacia el Espíritu. ¡Que vengan, pues, a mí
el recuerdo y la mística presencia de aquellos a quienes
la luz despierta para un nuevo día!
Señor, voy viendo y los voy amando, uno a uno, a
aquellos a quienes tú me has dado como sostén y como
encanto naturales de mi existencia. También uno a uno
voy contando los miembros de esa otra y tan querida familia
que se han ido juntando poco a poco en torno a mí,
a partir de los elementos más dispares, las afinidades
del corazón, de la investigación científica y del pensamiento.
Más confusamente, pero a todos sin excepción,
evoco a aquellos cuya multitud anónima constituye la
masa innumerable de los vivientes; a aquellos que me
rodean y me soportan sin que yo los conozca; a los que
vienen y los que se van; a aquellos, sobre todo, que, en
la verdad o a través del error, en su despacho, en su laboratorio
o en su fábrica creen en el progreso de las cosas
y perseguirán apasionadamente hoy la luz.
Quiero que en este momento mi ser resuene acorde
con el profundo murmullo de esa multitud agitada, confusa
o diferenciada, cuya inmensidad nos sobrecoge; de
ese océano humano cuyas lentas y monótonas oscilaciones
introducen la turbación en los corazones más creyentes.
Todo lo que va a aumentar en el mundo, en el
transcurso de este día, todo lo que va a disminuir –todo
lo que va a morir, también–, he aquí, Señor, lo que trato
de concentrar en mí para ofrecértelo; he aquí la materia
de mi sacrificio, el único sacrificio que a ti te gusta.
Antiguamente se depositaban en tu templo las primicias
de las cosechas y la flor de los rebaños. La ofrenda
que realmente estás esperando, aquélla de que tienes
misteriosamente necesidad todos los días para saciar tu
hambre, para calmar tu sed, es nada menos que el acrecentamiento
del mundo arrastrado por el universal devenir.
Recibe, Señor, esta hostia total que la creación, atraída
por tus gracias, te presenta en esta nueva aurora. Sé
que este pan, nuestro esfuerzo, no es en sí mismo más
que una desagregación inmensa. Este vino, nuestro dolor,
no es todavía, ¡ay!, más que un brebaje disolvente.
Mas tú has puesto en el fondo de esta masa informe
–estoy seguro de ello, porque lo siento– un irresistible y
santificante deseo que nos hace gritar a todos, desde el
impío hasta el fiel: “¡Señor, haz de todos nosotros uno!”.
Porque a falta del celo espiritual y de la sublime pureza
de tus santos, tú me has dado, Dios mío, una simpatía
irresistible por todo lo que se mueve en la materia
oscura –porque, irresistiblemente, reconozco en mí más
que a un hijo del cielo a un hijo de la tierra–, subiré esta
mañana, con mi pensamiento, a los lugares altos, cargado
con las esperanzas y las miserias de mi madre, y
allí –fuerte, con un sacerdocio que sólo tú has podido
darme, estoy seguro– invocaré al fuego sobre todo lo
que, en la carne humana, está pronto para nacer o para
perecer bajo el sol que asciende.
Ofertorio de la Misa sobre el Mundo.
(Texto escrito en el desierto de Ordos, China,
en 1923 y publicado en Himno del universo, 1961)